Egipto, civilización estelar, tierra mítica donde el cielo y la tierra se abrazan eternamente, tejió desde tiempos remotos una intrincada red que unía a dioses, templos y celebraciones con el cosmos. Bajo sus cielos diáfanos, los sacerdotes, guardianes del saber ancestral, alzaban la mirada hacia las estrellas en busca de señales divinas y destinos revelados. Su vida acá estaba totalmente conectada con el más allá. El Nilo, río de vida en la Tierra, se asocia con la Vía Láctea, símbolo de puente hacia la vida en las estrellas.

Acabo de regresar de Egipto, una vez más, ya no sé cuántas veces lo he recorrido, desde Alejandría hasta Abu Simbel. Esta vez, para preparar con esmero el próximo viaje que haremos del 24 de octubre el 7 de noviembre próximos, de este mismo año 2025. Pero da igual cuántas veces hayas visitado este enigmático, ancestral, magnético y cautivador país, porque te sigue enamorando, porque sigues aprendiendo algo nuevo, sobre dioses, sobre templos, sobre tumbas, sobre jeroglíficos, sobre magia… sobre, en definitiva, su sagrada conexión con el cosmos. Allí, la teoría de todo es Uno y “como es arriba es abajo” se vive en una mágica sensación que puedes sentir como si tu cuerpo estuviera inmerso en una atmósfera que no es de este mundo.

En esta civilización, cuya cosmovisión estaba íntimamente ligada a la observación de los cielos, cada estrella era un aliento de los dioses. Sirio ocupó un lugar excepcional. Su orto helíaco (aparición anual en el horizonte, justo antes del amanecer), marcaba el comienzo de la inundación del Nilo, símbolo inequívoco del renacimiento y la fertilidad de la tierra. Esta coincidencia no era casual, sino el preciso engranaje celestial que conectaba el mundo terrestre con el divino, garantizando la continuidad de la vida, la abundancia, el sustento y la protección divina.

Los templos, verdaderos observatorios y relojes cósmicos esculpidos en piedra y protegidos de forma mágica mediante jeroglíficos y lugares habitados por sus dioses, se orientaban con meticulosa precisión hacia estrellas específicas o acontecimientos astronómicos relevantes, especialmente equinoccios y solsticios. Karnak, Luxor o Abu Simbel no eran simples construcciones destinadas al culto, sino umbrales sagrados que armonizaban la Tierra con los ritmos celestes. Por ejemplo, en Abu Simbel, durante dos días al año, el sol penetraba el templo e iluminaba las estatuas interiores, excepto la del dios Ptah, vinculado al inframundo, que permanecía siempre en penumbra, uno de los símbolos evidentes de la comunión entre arquitectura y cosmos que siempre practicaron las antiguas civilizaciones.

Cada dios y diosa estaba asociado a constelaciones o astros particulares. Osiris, el dios del más allá y la resurrección, estaba vinculado a Orión, constelación que refleja en el cielo la eterna batalla entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte. Isis, su esposa y guardiana de la magia, representaba en la Tierra la luminosa estrella Sirio, la más brillante del hemisferio norte y portadora de nuevas esperanzas cada año. Horus, el dios halcón, encarnaba al mismo sol, vigilante infatigable que renovaba diariamente su victoria sobre la oscuridad y traía la luz del día.

Aunque la astrología egipcia difiere notablemente de la tradición babilónica y posteriormente helénica, su esencia está impregnada del mismo espíritu: leer en el cielo el lenguaje divino, anticiparse al destino y asegurar la armonía cósmica. Aún hoy, tras milenios de silencio, cuando la noche se cierne sobre las pirámides y los templos dormidos, parece resonar en las arenas del desierto un susurro ancestral que nos recuerda que, en Egipto, las estrellas siempre fueron mucho más que luces distantes, reflejaban la voluntad de los dioses y el espejo donde la humanidad buscaba respuestas.

Y así sigue siendo.